La policía detuvo a 97 adolescentes con revólveres y metralletas, arrestó a 848 niños vendiendo drogas; “el niño era malo desde antes” dijo una madre al Ministerio Público. Miles de familias no saben qué hacer con sus niños que aman las armas, con sus hijas unidas a bandas criminales, con los fans de “La Tuta”.
En Michoacán miles de adolescentes forman parte de las redes de distribución de drogas y armas; pero el comisionado Alfredo Castillo guarda silencio sobre un fenómeno que pronto saldrá a la luz: los niños malditos.
Fernando Savater dice que los buenos no son tan buenos como nos los quieren pintar, en ocasiones hacen daño a otros aunque sea con las mejores intenciones. Los verdaderos malos, dice el autor, son así porque quieren: podrían ser buenos pero prefieren fastidiar al prójimo, aniquilarlo.
Los malditos abundan mucho; son los que quisieran ser buenos pero acaban haciendo daño porque los demás no les ayudan, les rechazan o no les entienden. El experto en ética dice en su libro “Malos y malditos” (Alfaguara) que los malditos son buenos con mala suerte.
¿Es eso cierto con los niños y jóvenes que reproducen la violencia que recibieron? En el caso del hospicio “La Gran Familia” se reprodujeron todos los males del país al convertirse en una microciudad autogobernada. Convivían niñas, niños y adolescentes con adicciones; una vez que vivían allí “los curaban” con castigos crueles.
Cohabitaban hijos e hijas de padres violentos; abandonados por pobreza, por no saber educarles, por no amarles (la reproducción no elegida es un debate al que rehúye la población mexicana).
Había niños abusados sexualmente que por falta de terapia violaron a otros, reproduciendo el interminable ciclo de la violencia sexual pedófila que se da en los hogares. Huérfanos, niñas rebeldes, supuestos sicarios, niños dedicados al narcomenudeo cuyas madres no pudieron “controlar”.
De ese infierno nadie quiere hablar. A la sociedad mexicana le acomoda bien el escándalo reduccionista, y una parte de la prensa le nutre del alpiste de las noticias parciales.
Investigaremos hasta el hartazgo a los agresores, a la líder que causó tanto mal, a las autoridades omisas. Pero en esas investigaciones quedará intocado el fondo del asunto: la verdadera radiografía moral de esa infancia.
Un refugio con atención multidisciplinaria en el que pueden vivir como máximo 60 personas y por no más de tres años (según el modelo de la ONU), tiene un costo de operación de 12 millones de pesos anuales.
Esos recursos se utilizan en el pago de psicoterapeutas, trabajadoras sociales, abogadas, enfermeras, educadores, servicios médicos, nutrióloga, chofer, seguridad, asesoras de orientación vocacional, expertos en reinserción social, alimentos y gasto operativo.
Quien crea que dar servicios especializados a personas vulneradas por la violencia en sus diferentes vertientes (incluidas las adicciones) es un asunto de caridad barata, se equivoca.
La única manera efectiva de llevar a cabo una transformación integral, incluso de niñas, niños y jóvenes privados de su libertad o en conflicto con la ley, es a través de proyectos de comunidad terapéutica, con una perspectiva de desarrollo social no caritativa.
La Fundación Mexicana de Reintegración Social (Reintegra AC) publicó en 2012 un estudio/modelo para crear comunidades terapéuticas reeducativas para adolescentes privados de su libertad.
Este modelo puede ser utilizado en otros contextos como en casas hogares y hospicios a los que llegan niños y jóvenes trastocados por la violencia.
Retratar a estos adolescentes como dulces criaturitas inocentes no les ayuda en nada; su vida es ya compleja.
Se debe intervenir reconociendo su humanidad y sus derechos, con procesos de intervención educativa de competencias psicosociales, para desarticular los patrones que la violencia y el maltrato han dejado en ellos. No nos engañemos: sacarlos de un edificio no significa liberarles del horror.
*Plan b es una columna publicada lunes y jueves en CIMAC, El Universal y varios diarios de México. Su nombre se inspira en la creencia de que siempre hay otra manera de ver las cosas y otros temas que muy probablemente el discurso tradicional, o el Plan A, no cubrirá.